Pandemia: la hiperaceleración en un mundo anquilosado


Daniel Moreno

Ante el reverso opresivo de la utopía socialista y heredera de una sociedad que puso todos sus esfuerzos científicos y técnicos en autodestruirse, entre estruendos atómicos, la civilización descreyó de cualquier mundo mejor. Y se precipitó, como entrevió atinadamente Alessandro Baricco, en una huída sin rumbo fijo: lo único importante era dejar atrás a la (in)humanidad que fue capaz de engendrar monstruos, intolerables divisiones: muros; fanatismo: la muerte por las ideas o por las fronteras. En pocas palabras: la rigidez mental y el anquilosamiento del mundo.

La manera de lograrlo fue modificar nuestra forma de existir: la mente humana detonó la revolución digital y emprendió un viaje fantástico; cualquiera con una computadora podía participar. Nos convertimos en espectadores de un mundo hechizante: uno que nos evadía de la vida offline; o mejor: que nos daba la sensación de abarcar la realidad y, peor para nosotros, de poder controlarla. Era suficiente con botar el Smartphone para borrar aquello que nos molestaba; firmar alguna petición para combatir uno de los tantos males que aquejan a la humanidad o mirar una serie para romantizar la catástrofe de Chernóbil…

Pero el COVID-19 nos reveló que fuera de nuestras mentes, cooptadas por la idílica vida online, el movimiento era una hermosa ilusión y las fuerzas incontrolables no nos habían abandonado; amenazas latentes desde los tiempos de la Guerra Fría: el apocalipsis nuclear, los conflictos por los recursos, el extremismo. Hoy lo sabemos: vivimos la paradoja de un mundo intangible híper acelerado, mientras asistimos al reverdecimiento de un mundo inmóvil, lleno de muros.


Online: la hipervelocidad


En mi habitación de estudiante la vida no detiene su marcha: clases por Zoom, reuniones en Meet. Notificaciones de WhatsApp. Todo es una maraña confusa de pantallas y sonidos huecos que a veces se tornan ininteligibles. El teléfono vibra sin descanso. Un email anuncia la próxima tarea: ensayo para reflexionar sobre el mundo después de la pandemia. Pero no. No hay tal: es el mismo mundo, solo que a híper velocidad. Da la sensación de que los días transcurren a la velocidad del internet. Y tenemos que seguirle el paso: a golpe de conexiones, queremos desvanecer el confinamiento.

Pero la celeridad es exclusión y se concreta en hogares empobrecidos que carecen de internet o incluso de electricidad. Trabajadores que no pueden hacer home office: desplazados y lanzados a la informalidad. Quienes habitan las periferias de la miseria y los rincones olvidados en algún hueco del mundo. Aquellos que tienen hambre, la verdadera: la que hizo escribir a Caparrós que no era sino “el mayor fracaso de la humanidad”. Ellos no existen en el mundo online. Y todo indica que más y más personas quedarán atrás hasta volverse invisibles.

Y esta aceleración también significa el recrudecimiento de la guerra tecnológica. Para 2018, el mundo ve ya las batallas virtuales entre potencias; es testigo de la proscripción de Hauwei por parte de Trump; se deja deslumbrar por las promesas de la red 5G: inteligencia artificial, mejores sistemas de defensa, llamadas en 3D. Control de las amenazas gracias a los datos biométricos. Y más. La pandemia, con sus insospechadas metamorfosis de la vida, dota de nitidez la imagen del futuro y hace más apremiante la carrera por imponer las pautas de la innovación tecnológica: la potencia que prevalezca relegará a los demás al papel de consumidores y, por ende, establecerá las condiciones del desarrollo tecnológico: dispondrá de una buena parte del futuro de la humanidad.

Como vemos, el mundo se mueve a un ritmo nunca antes visto, paradójicamente, gracias al coronavirus que nos confinó en nuestros hogares.


Offline: La política de los muros


Este aceleramiento de la vida entraña un peligro: la ilusión del movimiento nos lleva a subestimar el pasado de inmovilidad y división que creíamos perdido para siempre: Auschwitz, el nacionalismo, las dictaduras, el Gulag, el totalitarismo; solo son fantasmas –repetimos, para tranquilizarnos− sombras del ayer. Nada podrá traerlos de vuelta, ni siquiera los trasnochados que reivindican ignominiosos legados: los creíamos tránsfugas destinados a la extinción.

Pero quizá nunca logramos huir de ese pasado. Después de todo, la globalización terminó por degenerar, como diría Ulrich Beck, en mero globalismo: la extensión mundial de los imperativos del mercado, acicateados por la ideología neoliberal. El sueño de la aldea global, palpable tras la caída del Muro de Berlín, se trocó en el del casino mundial de unos cuantos. Y como observó amargamente Peter Mair, poco a poco nuestra democracia liberal se redujo al mínimo: privaron los controles constitucionales y el refinamiento de los procedimientos, sobre el componente popular: se le negó a la población la posibilidad de controlar el gobierno y, peor aún, de influir en este. Gradualmente, el espacio público quedó vacío, y el diálogo entre gobernantes y gobernados se hizo poco menos que imposible.

Las consecuencias saltan a la vista: asistimos al reverdecimiento de aquel mundo lleno de muros. Prueba de ello es que el primer impulso ante la propagación del coronavirus fue cerrar las fronteras, mas no la cooperación internacional para enfrentar la amenaza. Ergo: cada país debía morirse solo con sus enfermos, sin siquiera reparar en que la pandemia es un problema compartido. Egoísmo puro. De todas formas, el virus se expandió sin parangón.

Lo más terrible es el rebrote de las fronteras mentales. Ya no se trata de límites ideológicos: muy pocos creen que podemos escapar de la cárcel capitalista. No: se trata más bien del temor y del odio al otro. Un signo de ello es el brío que cobran las teorías de la conspiración. Pasamos de la diseminación del supuesto “Gran Reemplazo” –inventado por el infame Renaud Camus y fértil solo en tierra europea: refiere la sustitución de la población natal por inmigrantes–, al simulacro teórico del “Gran Reinicio”: los horrores de la pandemia habrían sido causados por élites corruptas abocadas a un triple propósito: destruir a quienes no son útiles para la sociedad, mermar las capacidades estatales y establecer una dictadura global montada en la tecnología.

Lo revelador no es que esta “teoría” sea innovadora, sino que da coherencia a una serie de miedos desatados por el COVID-19 y a las insatisfacciones con la democracia y con la economía que germinaron durante décadas en todo el orbe. Así, halla fundamento en el sentido común: los políticos gobiernan en favor de minorías y en perjuicio de muchos. De ahí que, en lo esencial y con las variaciones de rigor, esté presente en los contextos más disímiles. En Ecatepec, por ejemplo, numerosas personas irrumpieron en un hospital con la genuina creencia de que en este lugar ultimaban a sus familiares con tal de lucrar con sus despojos.

Si este caos es producto de una acción deliberada de las élites, como falazmente se cree, no es extraño que estemos a las puertas de una nueva edad dorada del autoritarismo. Cada vez, será más fácil encontrar a líderes que, en nombre del pueblo y so pretexto de arremeter contra el establishment, cancelen libertades y concentren el poder. Basten dos ejemplos: en Hungría, Viktor Orbán se hizo de poderes extraordinarios para “enfrentar la pandemia”; Xi Jinping, el presidente de China, empleó datos biométricos para controlar el brote, sin cuidar del respeto a los derechos humanos.

Y es que el horizonte hace tiempo que se nubló: nos precipitamos a una sociedad de la nostalgia. Nostalgia por un pasado donde todo permanecía inmóvil: el poder, las relaciones sociales, las fronteras, la seguridad, la vida misma. Estamos quizá ante la salida falsa de la tiranía.


Recrear el movimiento


Y sin embargo, el mundo real puede moverse todavía. Hay muchas maneras de empujarlo hacia un futuro esperanzador. Nosotros en esta revista elegimos una: la literatura. Tal arte, como apunta el polémico Michel Houbellebecq, tiene la virtud de “proporcionar esa sensación de contacto con otra mente humana, con la integralidad de esa mente, con sus debilidades y sus grandezas, sus limitaciones, sus miserias, sus obsesiones, sus creencias”. Permite, para decirlo con economía, elevar el estatus del otro a la dignidad humana.

Urge también desandar el camino y renunciar a la celeridad online de las minorías, para no avanzar sin incluir a todos: calibrar el doble movimiento, online y offline. Que se vuelva uniforme. Quizá sea esa la única manera de no encallar en un mundo anquilosado.


Ilustración: Nirvana Guerrero